
¿CÓMO TE LLAMAS? PERDÓN, ¿CÓMO?
Hace unas semanas terminaba de leer el libro de Moha Gerehou, Qué hace un negro como tú en un sitio como este (Península, 2021). Uno de esos imprescindibles si queremos conocer y entender el racismo en España, un racismo a veces directo y otras veces sutil, pero demasiado presente en la vida cotidiana. Escribiendo sobre el tema de los nombres y su grafía (nombres extranjeros no occidentales, claro), un párrafo se quedó grabado en mi retina:
“Tengo la teoría de que deletrear un nombre que suena a extranjero borra temporalmente la capacidad de entender las letras del abecedario español” (Moha Gerehou, Qué hace un negro como tú en un sitio como este. Península, 2021).
Mientras leía esas líneas, se reproducía en mi mente como una especie de déjà vu vinculado a cada vez que me toca hacer un trámite administrativo para mis peques. Y eso que, en su caso, no son de pronunciación complicada, ya que podría decirse que se escriben tal cual suenan. Aún así, siempre me toca repetirlos varias veces hasta que acabo deletreándolos a quien corresponda y ni siquiera eso garantiza el éxito a la primera. Ya no os cuento la expresión de sus rostros cuando doy paso al primer apellido que ya, de la tensión, creo que ni entienden el segundo. Es como si sufrieran un bloqueo mental repentino, produciéndose una desconexión total entre lo que oyen y la información que el cerebro tiene que enviar a la mano para que escriba. Me cuesta muchísimo entender que si hemos sido capaces de pronunciar los modelos de Ikea para poder amueblar nuestras casas, no seamos capaces de tener la misma capacidad de adaptación auditiva, lingüística y ortográfica para otras palabras que, sin duda, aunque solo sea por una cuestión de respeto tiene mucha más importancia ese aprendizaje express. Pues nada, ahí seguimos.
Lo más paradójico es que esa falta de interés por invertir tiempo en aprenderse un nombre, se desvanece en el momento en que descubren que el nombre es no occidental. Entonces sí consideran de vital importancia hacer una batería de preguntas absurdas y cansinas: ¿Y de dónde es? ¿Y qué significa? ¿Y por qué se lo pusisteis? ¿Y…? Si de paso te pueden colar alguna anécdota de algún viaje, experiencia o de alguien a quien conozcan (aunque sea de refilón) con algún supuesto vínculo a tu realidad, pues ya te llevas el pack completo; pero no dudes que la próxima vez te volverán a mirar con cara de poker cuando les respondas al requerimiento de “dígame su nombre”. Yo ya he perdido la cuenta la de veces que he ido al centro de salud con mis peques y a pesar de ser atendida por las mismas personas una y otra vez, siempre acaban preguntándome directamente la fecha de nacimiento tras el primer intento fallido de entendimiento (registrándolos así por descarte en un listado reducido), en vez de intentar retener su grafía para la próxima ocasión. Por no hablar que aún no he conseguido que su pediatra ponga el acento en la sílaba correcta a la hora de pronunciar el nombre por más que se lo remarco.
NOMBRE E IDENTIDAD
Nuestro nombre forma parte de nuestra identidad, es el primer elemento que nos singulariza, que nos identifica dentro del grupo al que pertenecemos en cada momento. ¿Quién no ha memorizado la lista de clase año tras año? Nos la aprendíamos hasta con los apellidos y hablo de una época en la que la media por aula era de 40 personitas. ¿Qué pasa cuando un nombre se pronuncia y escribe incorrectamente de manera continuada por tus iguales y por docentes? Entre otras cosas, que la niña o el niño en cuestión percibe el escaso interés que despierta su identidad, su historia, su familia… en un espacio que debería ser seguro y respetuoso para la infancia. Ya ni cuento los casos en los que directamente se opta por llamarlos de otra manera, alegando la dificultad de aprender el original (de eso saben mucho las personas de origen asiático). Digo yo que, si puedes pararte un rato a inventarte un nombre para dirigirte a alguien, puedes invertir el mismo tiempo en aprender a pronunciar y escribir su nombre original y ya, de paso, mostrar un mínimo de respeto. Si a nadie le gusta, especialmente en la infancia y adolescencia, que se burlen de su nombre o que le busquen rimas impertinentes, pues imaginaos si ya directamente lo borran del mapa o solo el intento de pronunciarlo ya se convierte en un chiste.
Así pues, no es cuestión menor. La representación no caricaturizada de nuestro cuerpo, de nuestra historia, de nuestro entorno y realidad, nos permite construir de una manera sana nuestra identidad. Si alguno de sus elementos en el proceso de construcción se ve dañado por omisión, por mofa o por distorsión; el perjuicio a medio o largo plazo puede ser importante. No cuesta tanto tomarse la molestia. Si vamos a un país extranjero con un idioma muy distinto al nuestro, no se nos ocurriría empezar a llamar a las personas con las que interactuamos Miguel, Pepe, María o Carolina. Resultaría no solo absurdo, sino totalmente irrespetuoso. Y si en esas circunstancias somo capaces de adaptar nuestro sistema fonológico… ¿Cómo no vamos a ser capaces de hacer lo mismo cuando se presenta la ocasión en un entorno mucho más favorable a nuestro aprendizaje y adaptación?